Dos camarotes, una parrilla, un piso tambaleante y un minúsculo espacio que condensa inodoro, tocador y ducha a la vez. Desde hace siete años, Andrés Maldonado y Johanna Mercon decidieron que la vida en tierra no era para ellos. Compraron un velero y optaron por vivir amarrados en un club náutico de Zona Norte. “Es el equilibrio perfecto entre la vida rutinaria de ciudad y esa fantasía de poder irse a navegar por el mundo”, asegura Maldonado sobre Volver, su velero rojo.
Antes tenían una rutina de ciudad: vivían en un departamento, viajaban en tren y en colectivo, y trabajaban con un horario fijo. Pocas veces salían de ese ritmo que, hoy confiesan, aborrecían. “En la ciudad no tenés ciertas libertades que nosotros buscábamos, queríamos un cambio radical”, explica Johanna.
Seis años después, ya con su primera hija en brazos y 60.000 dólares en mano, compraron un Alpha 34 de 1983, lo remodelaron y se fueron a vivir todos juntos allí. “Fue algo impulsivo, pero no nos arrepentimos”, asegura Andrés. Hoy son una tripulación de cuatro: padre, madre y dos hijos chiquitos: Paco y Juana, de 4 y 8 años respectivamente. A la nena, sus compañeros de colegio la bautizaron “Juanáutica”.
Andrés y Johanna manejan una comercializadora de créditos y tienen una rutina casi común dentro del velero: se levantan bien temprano para que los chicos lleguen en hora al colegio. Mientras Andrés se viste con camisa y pantalón para ir a la oficina, Johanna ayuda a sus hijos a terminar de arreglarse. Después preparan el desayuno y lo toman todos juntos en la cubierta.
El siguiente paso es saltar de la popa hasta tierra firme y cada uno hace su camino. Johanna lleva a los chicos al colegio y Andrés viaja en moto hasta el Microcentro. “Antes de la pandemia, él se iba al trabajo en un barco, navegaba del centro a Tigre y lo mismo de regreso. Como tiene una bici eléctrica, la subía en la balsa, se bajaba en Puerto Madero y pedaleaba al trabajo. Pero después de la pandemia dejó de hacerlo”, explica Johanna.
Aunque el cuadro parece atractivo, no mucha gente se anima a vivir a bordo. Esta familia, de hecho, es una especie rara incluso dentro del río. Sin embargo, según aseguran ellos y el resto de las fuentes consultadas por La Nación, “todos los amantes de la náutica se lo han planteado alguna vez”.
Martín D’Elia es astillero en San Fernando desde hace más de 20 años y asegura haber visto muchas personas convertir su barco en un hogar. “Generalmente es algo temporal. Pasa cuando alguien se separa o le fue mal en el trabajo y tiene que buscar un lugar donde vivir. Y cuando sos náutico y tenés ahí un barco que tiene cama y que demanda plata y tiempo, te vas sin pensarlo. Muchos lo hacen así, pero no duran más de 4 o 5 meses”, explica.
Sin embargo, en casi todos los clubes y marinas hay por lo menos un barco en el que viven una, dos o tres personas; incluso familias enteras como Andrés Maldonado y Johanna Mercon. “Por un lado, tenés a los románticos que se adaptan a una vida austera, y por otro, a los millonarios que tienen barcos gigantescos con jacuzzi y todas las comodidades… Son más los primeros”, añade D’Elia.
Según sus cálculos, un barco para vivir puede rondar entre los 20.000 y el medio millón de dólares. “Depende de si tenés un velero, una chata o un catamarán con todos los lujos. De cualquier forma, no es algo barato. La gente no se va a vivir a barcos porque no le alcanza la plata”, precisa. “Te tiene que apasionar el río porque es una vida incómoda y tan costosa como en tierra”.
Andrés Maldonado no lo duda: una de las cosas más complicadas de vivir en un barco es el espacio. Mejor dicho, la falta del mismo. “Imaginate que vivimos en un lugar de 15 x 4 metros que encima se mueve”, explica. “Todo lo hicimos más eficiente. Tenemos menos ropa y todo se mantiene limpio y ordenado. También cambiamos cosas cotidianas: planchar una camisa es difícil en un barco, también es difícil secar la ropa con la humedad y cuando llueve es mucho peor. Ahora estamos buscando comprar un barco más grande que sea más cómodo para los cuatro”, dice Andrés.
–¿Y es caro vivir en un barco amarrado?
–Andrés: Depende del club y del tamaño del barco, que es de lo que depende el costo de amarre. Nosotros elegimos un club de gama media que nos brinde servicios para nosotros y para los chicos. Pagar el amarre acá es muy parecido a pagar un alquiler en tierra firme. Solo que, además, tenés que tener un barco propio.
–¿Qué pasa con los servicios de agua y electricidad?
–Johanna: Todos los clubes náuticos tienen conexión eléctrica y agua potable. Además, acá tenemos un jardín enorme, pileta, quincho y actividades para los chicos. A los dos les encanta el río.
–¿Cambiaron mucho sus hábitos?
–Andrés: Sí, tuvimos que cambiar muchas cosas de nuestra vida en tierra. Contamos con dos tanques de 150 litros de agua, ya tenemos en nuestro chip no dejar las canillas abiertas y lavamos a mano la ropa. También tenemos un panel solar y cuidamos mucho la energía. Además, sabemos que tenemos que ser muy ordenados y que hay que cuidarse de los mosquitos. Pero cada cambio que hacemos vale la pena para cenar al atardecer viendo el río o salir a Uruguay cuando nos pinte.
Hace casi dos años, Gabriela Figueroa (34) e Ignacio Franco (45) decidieron dejar su PH de cuatro ambientes y terraza en Palermo para mudarse a un pequeño velero de madera estacionado en el Puerto Encantado, frente al Parque de la Costa, en Tigre. “Yo tenía una peluquería y cuando nos agarró la pandemia me di cuenta de que mi camino no era ése”, asegura Gabriela.
A diferencia de Maldonado y Mercon, ellos tuvieron relación con el río desde muy jóvenes. “Arranqué a los 16 años pescando y poco a poco fui haciendo más cosas. Primero desde el puerto, luego en kayak y, finalmente, en un bote”, repasa Ignacio.
Hoy viven en Thalia, un velero restaurado de 1930. Si tienen que elegir, dicen, prefieren los barcos de madera. “Para mí este barco tiene clase. ¿Vos te subiste alguna vez a un Mercedes Benz? ¿Qué sentís cuando ves el nogal que tiene en el volante, o los asientos de cuero? Eso me pasa con un barco así”, explica Ignacio, emocionado.
Tanto él como Gabriela dejaron su pasado terrestre (ella la peluquería, él su trabajo como instructor de kitesurf) y ahora se dedican exclusivamente a las embarcaciones. Ella es gestora de veleros y él hace viajes turísticos a Colonia, Carmelo y otros destinos. También desean convertirse en influencers y por eso comparten su estilo de vida con el público virtual a través de las redes (@abordodelthalia). Amantes de los animales, tienen dos perros que están siempre con ellos: Tayson y Taty.
Lo cierto es que Gabriela e Ignacio no querían convivir con la dinámica diaria de la ciudad y encontraron una forma de salir de allí sin dejar de estar cerca. “En un inicio, nuestra idea era levantar amarras y viajar. Queríamos hacer la costa uruguaya, la brasilera, y seguir a unos amigos que casi circunnavegaron el planeta entero, pero después decidimos quedarnos acá y hacer viajes cuando quisiéramos”, reflexiona Gabriela.
Como Johanna y Andrés, ellos también viven amarrados, solo que en una isla frente al continente. Para cruzar, tienen una radio VHF a través de la que se comunican con Ramos, el lanchero que los lleva de un sitio a otro durante todo el día.
Gabriela e Ignacio aclaran que su lugar de residencia no es un club náutico sino una marina privada, que tiene menos servicios. Aun así, el lugar les ofrece un quincho, electricidad y una fuente de agua potable. Y con eso, dicen, es suficiente para ellos. “Cada semana voy a cargar seis bidones que nos rinden perfectamente bien. En invierno eso mismo nos rinde para dos semanas”, comenta Ignacio.
–¿Cómo resuelven el calor en verano y el frío en invierno?
–Gabriela: El invierno es más sencillo. El barco tiene un sistema de calefacción que funciona a base de gasoil. Con el calor conseguimos un aire acondicionado y tenemos varios ventiladores. Aun así, el barco es realmente un horno. Yo me voy a trabajar con la computadora al lado de un árbol porque si no, es imposible.
–¿Y cómo hacen con la conexión a internet?
–Ignacio: Yo contraté un sistema parecido a un módem. Compramos un chip que anda muy bien porque es uruguayo. Y tenemos un teléfono solo para compartir datos. También tenemos Direct TV.
–¿Qué rutinas cambiaron después de mudarse a un barco?
–Ignacio: Nuestra dieta se modificó completamente. A mí me gusta hacer asados y todo eso, pero acá es imposible, no tenemos mucho espacio para cosas que necesitan refrigerarse. Tuvimos que eficientizar el espacio, entonces nos volvimos casi vegetarianos. De todas maneras, podemos pedir delivery. Ponemos la dirección del puerto de enfrente y cruzamos en lancha. Incluso llega Mercado Libre. Y aunque a algunos les suene insólito, a nosotros nos encanta esta forma de vida. En cualquier momento podemos levantar amarras e irnos.
Al lado del Thalía, estacionado en la misma marina, vive Jorge “Proalmar” González (50). Desde los 29 años Jorge pasa sus días en un barco, aunque casi nunca amarrado a un puerto. “Yo navegué desde chiquito, y aunque en el medio trabajé de muchas cosas, siempre tuve la tentación de agarrar el barco e irme. Así que, en 2001, con 300 dólares, me animé y me fui navegando solo a Brasil”, cuenta.
Después de la aventura, volvió al Delta del Paraná, siguió al resto de América Latina y finalmente llegó navegando a Europa haciendo la ruta Brasil-Cabo Verde-Islas Canarias-Mediterráneo. Casi un mes de viaje, absolutamente solo con el mar a su alrededor.
Hoy, se dedica a ser transportador de barcos y realiza recorridos turísticos a Uruguay, a Brasil e incluso al otro lado del Atlántico.
Jorge cuenta que ha hecho muchísimas cosas en su vida, y que ya llegó la hora de sentar cabeza en Buenos Aires… pero a bordo de su barco.
Él piensa que muy pocas personas que viven en barcos pueden llevar una vida urbana “común y corriente”. “Los que viven en barcos es porque les apasiona. Me parece que tenés que tener una vida muy relacionada con el río para hacerlo. Si tenés un ritmo de oficina, y tenés que planchar la camisa e ir en tren, es realmente muy difícil de sostener”.
–¿Qué es lo más complicado de vivir en un barco para vos?
–El espacio, sin dudas. Todo está acomodado para ser compacto y para que esté fijo en un mismo lugar. No podés agarrar una silla y moverla a otro lado, por ejemplo. Hay otras cosas incómodas: algunos barcos no tienen heladera, otros tienen una cama muy pequeña y con la forma misma de la embarcación. Por otra parte, cada dos o tres años tenés que sacar el barco y darle mantenimiento… No cualquiera está dispuesto a ese esfuerzo. Además, una cosa es vivir amarrado con servicios y otra, muy diferente, es vivir en un barco fondeado (en medio del océano y con un ancla), como yo viví durante tanto tiempo.
–¿Y qué fue lo más te costó de esto último?
–Bueno, hay que racionar todo mucho más. Uno tiene que llevar más equipo, y herramientas para poder sobrevivir una semana, un mes. Estás más desconectado que en cualquier otro lado. Entonces, todo lo que te llevás ocupa más espacio, por lo que hay menos lugar para ropa o utensilios. Y todo es más precario. Así que si te interesan esas comodidades, esta vida no va a ser buena para vos. Lo que esto te permite es vivir de una forma que te posibilita viajar a cualquier lugar imaginable. Yo tengo esa libertad. Cuando me agarran ganas, levanto amarras y me voy.
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