El martes 15 de septiembre de 1981 era el primer día del nuevo año escolar en el pueblito de Eching, en el extremo norte del lago Ammersee, en Alemania. Úrsula Herrmann, 10 años y la menor de cuatro hermanos, se puso su cómodo pantalón de corderoy color verde botella, un saco de lana gris, unas sandalias y salió caminando hacia su colegio ubicado a pocas cuadras. Volvió unas horas después y su querido hermano mayor, Michael (18), la ayudó a practicar las lecciones de piano. Alrededor de las cinco de la tarde, volvió a salir. Tenía gimnasia en el pueblo de al lado, Schondorf, que también daba al lago. Úrsula subió a su bicicleta colorada y pedaleó con fuerza por el sendero que, bordeando el agua, cruzaba el bosque de pinos. En ese familiar paisaje de ensueño había crecido. Llegó a tiempo. Su prima, quien vivía en esa población, iba a la misma clase. Terminada la hora de gimnasia salieron juntas. Cenaría en la casa de sus tíos. Comieron temprano, como suele ser en esos países europeos. A las 19.20 sonó el teléfono. Era su madre quien le dijo a su tía que ya era hora de que emprendiera el regreso. Todavía había luz y no quería que volviera sola de noche. Dos kilómetros y medio separaban un pueblo del otro. Unas 25 cuadras. A Úrsula le llevaba solo diez minutos recorrer esa distancia. Salió enseguida, como un bólido, montada en su móvil rojo.
Treinta minutos después, la madre de Úrsula volvió a llamar a su hermana para saber si su hija se había demorado en salir. Ella le dijo que no, que hacía 25 minutos que se había marchado. Se asustaron inmediatamente, no era lógico que tardara tanto y ya se estaba haciendo de noche. El padre de Úrsula corrió hacia el camino que solía hacer su hija. Bordeó el lago y en la mitad se encontró con su cuñado que había hecho lo mismo desde Schondorf.
No había rastros de Úrsula en ningún lado.
Solo hacía una hora que la menor estaba desaparecida y ya todos temían lo peor. El lugar se comenzó a poblar de vecinos, bomberos y policías con antorchas. Algunos rastrillaban el agua; otros, la hojarasca. Llovía suave y sin pausa. A las 23.15 un perro entrenado en rastreo los condujo unos veinte o treinta metros dentro de la maleza, cerca de un embarcadero. Allí estaba, abandonada, la bicicleta colorada de Úrsula. El escalofrío fue general.
Poco podían hacer en medio de la oscuridad. Con el corazón encogido debieron esperar a las primeras luces de la mañana para reanudar la búsqueda.
Decenas de oficiales con impermeables y botas de goma se abrieron en abanico para rastrillar el bosque. Un helicóptero sobrevolaba el lugar y barcos y buzos entrenados sondeaban el lago. Buscaban por aire, cielo, agua y tierra a la pequeña Úrsula que medía 1,43 m, llevaba el pelo rubio corto y un espeso flequillo.
No la buscaban donde realmente estaba: bajo tierra.
El fiat amarillo y las notas de rescate
Treinta y seis horas después sonó el teléfono en la casa de los Herrmann. Cuando su madre levantó el tubo hubo un silencio absoluto. Solo se escuchó una melodía de la estación de radio Bayern 3. Cortaron. Tres veces más llamaron y las tres colgaron. La policía ya estaba grabando las llamadas.
El viernes al mediodía el cartero del pueblo llegó con un sobre. Lo abrió el ojeroso padre de Úrsula. Adentro había un pedido de rescate confeccionado con prolijos retazos de diarios. Comenzaba diciendo: “Secuestramos a su hija…” y continuaba “Si alguna vez quieres volver a ver a tu hija con vida, debes pagar 2 millones de marcos alemanes” (sería el equivalente a un millón y medio de dólares de hoy).
En las notas indicaban que cuando sonara el teléfono tenían que atender y, al escuchar la música, “solo diga si pagará o no pagará. Si llama a la policía o no paga, mataremos a su hija”.
Los Herrmann estaban aterrados y la policía en movimiento. Las autoridades supusieron que, como la carta había demorado en llegar, las llamadas tenían que ver con la falta de respuesta. Cuando ese mismo viernes por la tarde volvió a chillar el teléfono de línea la madre de Úrsula levantó el auricular. Al oír el compás musical les dijo rápidamente que iban a pagar el rescate. Pero se animó a pedirles una prueba de vida. Les hizo una pregunta clave: ¿cuáles eran los apodos que su hija había puesto a sus dos peluches? Los secuestradores guardaron silencio y ella, histérica, empezó a gritar: “¡Háblame, decí algo, algo de Úrsula!!”. Le cortaron.
Recién el lunes 21 de septiembre llegó otra carta con instrucciones específicas para el desembolso del rescate. Los captores querían que el dinero se pagara en billetes usados de 100 marcos alemanes que debían ser colocados dentro de una valija. El padre de Úrsula debía entregarlo en un lugar que designarían y tendría que ir solo al encuentro en un Fiat 600 amarillo, a una velocidad que no superara los 90 km por hora.
El gran problema era que los Herrmann no eran ricos y vivían en esa exclusiva zona solo porque el bisabuelo de Úrsula había sido un visionario que había comprado, décadas atrás, esa tierra para criar animales. Consiguieron el dinero gracias a un vecino conmovido y al estado alemán que no podía creer lo ocurrido en el sur de la zona de Baviera.
Pero lo cierto es que, luego de ese contacto, se terminaron las llamadas y las instrucciones. Silencio de radio eterno.
Metro y medio bajo la superficie
Sin noticias y con la familia en un estado de angustia indescriptible, la policía intentó avanzar. Armó cuadrículas y rastrillaron con decenas de perros entrenados y con varas que hincaban en el suelo.
Cuando la desaparición transitaba el día 19, a las 9.30 de la mañana un grito azotó el aire. A unos 800 metros de la costa del lago, en un pequeño claro del bosque, un oficial había golpeado algo sólido al hundir su vara de metal en la tierra. Despejaron esa zona de hojas y de maleza y descubrieron una manta marrón. Debajo había una madera. La levantaron y hallaron otra tabla. Cuando la quitaron encontraron lo que parecía ser una gran caja grande pintada de verde. En la parte superior tenía siete cerraduras con pasadores metálicos. Rarísimo. Con una pala forzaron su apertura, saltaron por el aire los herrajes y lo lograron. Adentro estaba acurrucada la pequeña Úrsula. La hija menor de los Herrmann, nacida el 24 de noviembre de 1970, no había llegado a cumplir sus 11 años.
La caja de madera medía 136 cm de alto por 60 cm de ancho y 72 cm de fondo. Estaba super equipada con 3 botellas de agua, 12 latas de Fanta, 6 barras de chocolate, 4 paquetes de galletitas, y dos paquetes de chicles. También tenía una pequeña biblioteca con 21 libros. Entre ellos había cómics, novelas románticas y textos de terror. Estaba provista con un asiento que hacía las veces de inodoro, una luz, una radio portátil sintonizada en Bayern 3 y un sistema de ventilación fabricado con tuberías de plástico que subían hasta la superficie. Era a todas luces un secuestro planificado que había salido muy mal. Los diseñadores del espanto habían cometido un fatal error: no previeron que debían hacer circular el aire para que el oxígeno fuera suficiente en esa pequeña cárcel ubicada 1,40 metros bajo tierra.
Los policías no pudieron contener las lágrimas. Tenían que darle a la familia la perturbadora noticia. ¿Cómo lo harían? Dos detectives fueron enviados con la mala nueva a la casa de los Herrmann. Su madre quedó tan impactada que perdió el habla. El padre, en cambio, preguntaba repetidamente si su hija había sido lastimada antes de morir. Le explicaron que no.
La autopsia determinó que Úrsula murió sofocada después de haber sido introducida en esa caja enterrada. La agonía de Úrsula podría haber durado entre 30 minutos y 5 horas. Pero dijeron, quién sabe si por piedad, que estimaban que ella había sido sedada previamente. Prueba de eso sería que en la caja no había signos de que hubiera intentado salir y nada había sido movido de su lugar. Supusieron que había sido drogada con óxido nitroso, un sedante que se inhala y disminuye la ansiedad y que, en dosis altas, provoca desmayos o la muerte.
Todo indicaba que los secuestradores habrían querido mantenerla con vida. Los investigadores buscaban más de un captor. La caja pesaba más de 60 kilos y se habrían necesitado al menos dos personas para transportarla a través del bosque. Tenían que ser baqueanos que conocieran muy bien el lugar.
Pusieron una recompensa y no demoró en circular un nombre: Werner Mazurek. Era un vecino del lugar, de 31 años, quien vivía con su mujer y sus dos hijos a unos cientos de metros de los Herrmann. Mazurek sabía de mecánica y se dedicaba a la reparación de televisores. De temperamento volátil, imponente físico y bebedor empedernido de cerveza, estaba además acorralado por las deudas. Solamente al banco le debía más de 100 mil dólares de hoy. Podía ser un excelente móvil para un secuestro.
Cuando fue llamado para ser interrogado primero dijo no saber qué había hecho la noche en que Úrsula desapareció. Un día después, lo recordó: había estado con su mujer y dos amigos jugando al Riesgo, un juego de mesa de moda. La policía registró su casa y no halló nada comprometedor.
Ese mismo mes la policía encontró en la caja del secuestro una huella digital. Estaba impresa en un pedazo de cinta adhesiva. Decenas de personas tuvieron que brindar sus huellas digitales, incluido Mazurek, pero ninguna coincidió con la que tenían recolectada.
Hacia fines de enero de 1982, aunque carecían de pruebas, decidieron arrestarlo junto con dos amigos. Los interrogaron durante varios días, pero al final tuvieron que soltarlos.
Un poco después, otro conocido de Mazurek, fue llevado a declarar. Se llamaba Klaus Pfaffinger, era mecánico y estaba desempleado. Además, era alcohólico. Después de estar detenido dos días le dijo a la policía: “...y si supiera algo ¿qué?”.
Así comenzó la confesión en la que sostuvo que, a pedido de Mazurek, había cavado un pozo en el bosque en septiembre de 1981 a cambio de dinero y un televisor. También aseguró que había visto una caja introducida en el hueco que había cavado.
Parecía ser el testimonio clave para meter preso a Mazurek. Los detectives estaban convencidos de que habían resuelto el caso.
Llevaron a Pfaffinger al bosque y le pidieron que fuera al lugar donde había cavado aquel pozo. No pudo hacerlo. No estuvo ni cerca del sitio donde fue hallada Úrsula. Cuando volvieron ese día a la estación de policía Pfaffinger cambió su historia: aseguró que quería retractarse porque lo que había dicho no era verdad. Repitió eso durante días hasta que logró ser liberado. Fue un trago amargo para las autoridades policiales.
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A mediados de 1982 los encargados del caso se enteraron de que Mazurek pretendía mudarse con su familia. Volvieron a fijar la vista en él.
Un nuevo equipo encontró más evidencia sobre el modus operandi de los secuestradores. Descubrieron un cable que habían puesto entre los árboles, bordeando el camino del lago. Creían que había funcionado como una alerta entre ellos durante el secuestro. Pero esto no aportó nuevos sospechosos. No olvidemos este detalle del que hablaremos más adelante.
Mientras, los Herrmann intentaban sobrevivir a su desgracia. Decidieron que no hablarían con la prensa. De hecho no han trascendido fotos familiares ni los nombres de sus padres. No permitirían que los homicidas les secuestraran también sus vidas. La que llevaba la peor parte era la madre, sentía que ella debería haber ido a buscarla aquella tarde. El padre y la hermana mujer de Úrsula se volcaron de lleno a la religión. El menor se refugió en el surf y el mayor, Michael, fue el único que eligió dar la cara. Él buscaría justicia porque quería la verdad, toda la verdad.
La huella que no fue
En los años 2000 la ciencia criminal había avanzado mucho y ya existían pruebas de ADN que podrían ayudar. Las pistas del caso comenzaron a ser re examinadas. Había cabellos y huellas, pero tenían que encontrar con qué compararlos.
En el año 2007 apareció una coincidencia. Una huella hallada en un tornillo de la caja era igual a otra huella encontrada en un vidrio de un penthouse en Múnich donde había sido asesinada una millonaria en mayo de 2006. Bingo. Todos creyeron haber encontrado al asesino. La alegría no duró.
La huella pertenecía al sobrino de la mujer muerta en Munich, pero ese joven al momento del secuestro de Úrsula era un niño de muy pocos años. Imposible que fuera el responsable del secuestro. ¿Por qué las muestras coincidían? Es un misterio hasta hoy. Algo falló.
Para el año 2008 la policía ya había investigado a 15 mil sospechosos, registrado 11 mil vehículos, cotejado 20 mil huellas dactilares y había hecho centenares de peritajes que no habían dado resultado.
Mazurek vivía con su mujer en el norte de Alemania donde había montado un negocio de accesorios para navegación.
En el 2011 se cumplirían 30 años del crimen. Se acercaba un cierre radical, pero todavía tenían algo de tiempo. Ya Pfaffinger había muerto. Mazurek fue puesto bajo estricta vigilancia.
Un policía encubierto logró hacerse amigo de Mazurek y colocó grabadores en todos lados: su auto, su casa y su teléfono. También recogió muestras de su saliva.
Su perfil genético fue comparado con otros perfiles hallados en la caja: no coincidían. Los investigadores todavía tenían un as en la manga: en la casa de Mazurek habían encontrado una vieja grabadora a cassette de la marca Grundig. ¿Podría ser la usada en el secuestro para grabar la música de la radio de fondo? Convocaron a un experto en sonido quien se dedicó a escuchar las llamadas originales de 1981. Luego de meses, este concluyó que podía ser la que se había usado en el rapto. Mazurek lo negó y aseguró que el grabador lo había comprado en una feria durante unas vacaciones. Pero no pudo probarlo.
El 28 de mayo de 2008, casi 27 años después de la muerte de Úrsula, Mazurek y su esposa fueron arrestados y trasladados en avión a Augsburgo, una ciudad cercana a Eching.
Los padres de Úrsula, quienes todavía vivían en la misma casa que habían compartido con su hija menor, no quisieron ser parte del proceso. No querían pasar otra vez por lo mismo y escuchar los tremendos detalles de la muerte de su hija.
El que sí quiso participar fue el hermano mayor de Úrsula: Michael. Para este entonces ya tenía 45 años, era casado con hijos y enseñaba religión y música en una escuela secundaria de mujeres en Augsburgo. El tema de su hermana lo consumía. Michael es de las personas que no se contentan con verdades a medias.
El juicio comenzó en febrero de 2009 ante un tribunal colmado. Mazurek, a quien los medios llamaban el “gigante barbudo”, estaba sentado frente a su esposa, quien también era juzgada como cómplice.
Mazurek insistió en su inocencia: “...ciertamente no fui un buen ciudadano, a veces soy grosero, y veremos muchos intentos de retratarme como una mala persona, pero no tengo nada que ver con este crimen”. La hija y el hijastro de Mazurek hablaron mal de él como padre; había registros de sus problemas con la ley por fraudes y documentos falsos y encima estaba su costado perverso. Un cuento familiar que databa del año 1974 lo destrozó. Mazurek regresaba del festival de la cerveza Oktoberfest cuando descubrió que el perro de la familia había volcado el cubo de basura en la cocina. No dudó en tomar al perro y meterlo en el freezer del sótano. Al día siguiente, su esposa de entonces, fue a buscar carne para cocinar la cena y se encontró con la mascota congelada. Mazurek le admitió que lo había castigado “con un exilio a Siberia”. El hecho resultó tan perturbador que su mujer terminó dejándolo.
La fiscalía podía probar que él no era una buena persona, pero ¿era el culpable real de lo ocurrido? Los principales argumentos de la acusación estaban atados a la confesión de la que Pfaffinger se había retractado y al obsoleto grabador.
Los fiscales adujeron que los dichos de Pfaffinger eran creíbles. Es más: el investigador policial que fue con él hasta el bosque declaró que estaba convencido de que Pfaffinger lo había engañado a propósito cuando no pudo encontrar el lugar y sostuvo que, el ya fallecido personaje, era un “excelente actor y estafador experimentado”.
Entre las razones de los fiscales estaba el hecho de que Mazurek poseía las habilidades necesarias para construir la sofisticada caja donde metieron a Úrsula y que era dueño de un taller. Por si fuera poco, una pieza de cuero que se había usado en la construcción de la caja, había sido obtenida de un cinturón de alguien con una panza de gran tamaño. Como Mazurek.
Pruebas discutibles, pero que ensambladas construían un retrato creíble. Además, los fiscales se apoyaban en el móvil del dinero que Mazurek precisaba imperiosamente. Un culpable en el que Michael no cree
En marzo de 2010 el fiscal expuso su teoría ante el tribunal. La “sangre fría y la crueldad del perpetrador” era evidente ya que Úrsula había sido “enterrada viva en una caja”. Los tres jueces y los dos miembros del jurado no dudaron: declararon culpable a Mazurek y lo sentenciaron a cadena perpetua. Su esposa, en cambio, resultó absuelta por falta de pruebas.
Hasta el día de hoy Mazurek, con 72 años, niega ser el responsable.
Casi todos estaban felices. El asesino de Úrsula estaría preso por mucho tiempo. La excepción a la regla era Michael, el hermano mayor de Úrsula. Con su pelo gris recogido en una coleta, el padre de tres hijos y uno más en camino, no estaba para nada conforme. Para él la muerte de Úrsula era un círculo sin cerrar. No creía ciento por ciento que Mazurek fuera el verdadero culpable. Quería “la” verdad, no una verdad conveniente que apaciguara los ánimos.
Michael no era un aficionado, era un experto. Había leído las más de seis mil páginas del caso. Para él había muchos indicios de que Mazurek podría haber cometido el crimen, pero también había cosas que le preocupaban y que podrían significar que no había sido él. Una de las cosas que más le costaba aceptar era que hubieran tomado en cuenta la confesión revocada de Pfaffinger, un alcohólico que experimentaba alucinaciones y sobre quién su ex mujer había declarado que eran tan rematadamente vago que nunca habría aceptado cavar un pozo. Además, esa confesión ni siquiera estaba firmada.
Al igual que con Mazurek, no había ninguna prueba de ADN que relacionara a Pfaffinger con el crimen. Su perfil no coincidía con los hallados en la caja.
Encima estaba el tema de la grabadora. Por su gran experiencia musical, Michael no podía entender cómo podría vincularse el antiguo aparato hallado con las viejas llamadas de rescate. Incluso, si ese dispositivo se hubiera utilizado para grabar el jingle de radio como sostenía la fiscalía, los secuestradores habrían tenido que transferir esa grabación a un segundo dispositivo portátil para hacer las llamadas a los Herrmann desde los teléfonos públicos.
No le cerraba por ningún lado.
Michael declaró públicamente: “No estoy convencido de su culpabilidad, pero tampoco estoy convencido de su inocencia”.
Mazurek, ni lento ni perezoso, se mostró agradecido con Michael y le empezó a escribir. Hasta le envió tarjetas navideñas. En 2013, Michael decidió responderle: “Me sorprendió recibir una carta suya, porque ciertamente tiene claro que a pesar de todas las dudas que tengo sobre su culpabilidad, tengo considerables reservas sobre su persona. Si no eres el culpable, deseo obtener más conocimientos nuevos y que puedas ser liberado. Si eres el asesino, vete al infierno “.
Con el tiempo Michael se fue volviendo cada vez más escéptico sobre la culpabilidad de Mazurek. Sentía el peso de no haber obtenido la verdad y que le debía la solución del caso a su familia.
En 2010 se le ocurrió atribuir a Mazurek y al estrés del juicio los problemas de su oído izquierdo. En 2013 presentó contra él una demanda civil por daños. En agosto de 2018, el caso civil concluyó y el tribunal ordenó a Mazurek pagar a Michael 7.000 euros por haberle causado tinnitus. Para Michael no era una cuestión de dinero sino una artimaña legal para mantener el caso vivo.
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En ese tiempo consiguió que un físico retirado y experto en sonido, Bernd Haider, se mostrara escéptico sobre las pruebas anteriores sobre el grabador Grundig. Michael había sumado un aliado. En Londres, una académica alemana en la elaboración de perfiles lingüísticos llamada Barbara Zipser comparó las notas de rescate enviadas por los secuestradores con muestras de los escritos de Mazurek. Analizó las palabras y el estilo de escritura. Dedujo que quien había armado las notas de rescate tenía un excelente nivel de educación. Para ella era un hablante nativo que se hacía pasar por extranjero escribiendo mal el alemán a propósito. Zipser le dijo a Michael: “Estoy segura de que no fue Mazurek”.
Ya eran varios los que no creían que Mazurek hubiera sido el responsable del secuestro de su hermana.
Walter Rubach, uno de los abogados más conocidos de Bavaria y defensor de Mazurek, expresó públicamente: “No le creo a ninguno de mis clientes. Mi trabajo es averiguar si hay suficientes pruebas y evidencias para condenarlos (...) Estaba claro que Mazurek era el tipo de persona que podría haber cometido un hecho como este, pero no hubo pruebas concretas”.
¿Por qué nadie investigó a los estudiantes?
El padre de Úrsula murió hace años y, en 2016, su madre se mudó a Augsburgo. El que todavía vive en la casa donde fueron felices es el hermano menor de Michael y Úrsula, Hannes, el surfista. Le alquila la planta baja a refugiados sirios. Hannes, igual que su otra hermana y su madre, jamás habló con los medios. Michael es quien los representa. Él sostiene: “No sabemos si fue sedada y cargada o si fue obligada a caminar hasta allí, pero sabemos que la llevaron por senderos especialmente cortados a través del bosque”.
No tiene teorías firmes, pero sí algunas incomprobables hasta hoy. Una de ellas radica en que la policía no investigó a los hijos de los poderosos de la zona que asistían al selecto internado.
Lo cierto es que más de un año después del crimen, los investigadores visitaron el establecimiento educativo en Schondorf para hablar con los alumnos sobre el caso Herrmann. Y acá retomamos el tema de aquel cable mencionado más arriba en este relato.
Dos estudiantes dijeron que unos ochos meses después del secuestro, mientras perseguían a una lechuza, hallaron un cable de dos hilos colgando entre los árboles, junto al sendero junto al lago. Lo bajaron, lo midieron en la pista de atletismo de la escuela y terminaron guardándolo en su dormitorio en una caja cerrada con llave. Eso fue hasta esta visita de la policía. Era extraño. ¿Por qué no lo habían dicho en su momento? Al examinarlo, los detectives pensaron que había sido usado durante el secuestro de Úrsula. Seguramente, mientras uno esperaba a la víctima, el otro hacía de vigía en el camino. Con un botón el cable permitiría encender una luz o una alarma sonora. Cerca del embarcadero es donde cree Michael que secuestraron a Úrsula. “Es ahí donde se encontró su bicicleta y donde terminaba el cable de dos hilos”, refiere convencido. Cree que ese cable de cobre aislado podría ser una prueba clave para identificar a los verdaderos secuestradores. ¿Quiénes podrían ser? Cualquiera. Cazadores, ciclistas, corredores, deportistas y, por qué no, alumnos del selecto internado que conocían perfectamente el bosque. A ninguno de ellos se les tomó las huellas digitales.
Para él hay otra evidencia más que podría apuntar a captores más jóvenes: una impresión que había quedado en el papel de una de las notas de rescate. En la hoja se podía observar la forma de un árbol de probabilidad matemática como los que estudian los adolescentes en clase. Michael también piensa en el cómic hallado en la siniestra caja donde murió su hermana. Uno de los personajes de la historieta conduce un Fiat 600, el mismo coche que se menciona en la nota de rescate. Esto sugiere que los secuestradores habrían leído esa revista juvenil. Algo más: Michael logró vincular la pintura con la que estaba barnizada la caja con otro alumno del internado cuyo padre era un importante empresario que tenía su sede industrial en las cercanías de la escena del crimen. Ese padre era un personaje influyente en la política de Bavaria.
En su lucha Michael llegó hasta un estudiante de ese colegio, Markus Epha, quien admitió que había sospechado que podría ser alguien de su escuela. Ese ex alumno soltó: “Todo apesta. Se trata de no tener miedo de que salga a la luz una verdad incómoda”. Michael se sigue preguntando: ¿y si hubiesen sido jóvenes de ese instituto, hijos de familias poderosas y adineradas? Si fuera así, los culpables estarían sueltos por ahí y Mazurek preso injustamente.
El círculo continúa abierto
No se quedó de brazos cruzados y presentó las nuevas pruebas y sus teorías a la oficina de los fiscales. El vocero del Ministerio Público Fiscal, Matthias Nickolai, reconoció que muchas personas tenían dudas sobre el veredicto en el juicio penal, pero justificó la sentencia y dijo que el caso no sería reabierto. Michael se había dado una vez más la cabeza contra la pared.
El 15 de septiembre de 2019 cuando se cumplieron 38 años del secuestro y muerte de Úrsula, Michael, junto con sus dos hermanos y su madre, viajaron al cementerio de Eching. Solo ellos cuatro, sin sus parejas. Era una ceremonia para recordar a esa chica rubia de flequillo, que una tarde salió pedaleando de la casa de su prima y que chocó de frente con la maldad.
Este año 2022, el 3 de noviembre, coincidiendo con el 41 aniversario del crimen, se emitió en Alemania un documental de una hora y media “La chica de la caja: quién mató a Úrsula Herrmann”, realizado por el canal de televisión New Sky. Detrás está Michael quien dijo: ”Si hay mentiras, quiero que se vean”.
La filmación critica el accionar policial a lo largo de los años y abreva en las mismas dudas que tiene el único espadachín que se resiste a olvidar. Nafta para el fuego del misterio.
La única certeza es que Úrsula, de estar viva, hoy tendría 51 años.